No le faltaba razón a su mujer, Ana, cuando luego de un tedioso sábado de medir visual desde cualquier perspectiva digna del mejor Borges, se decidió por comprar el sofá salmón. Carlos dio un sí gesticular digno de cualquier diputado al que interrumpieran la siesta para una votación intrascendente, cual afirmativo había sido en su boda pero con más papada y una alopecia cabalgante en todas direcciones.
Había engordado desde que la crisis lo desterró a cursos de reinserción laboral para los que no había fondos. Una mezcla de tristeza y adicción por las series matinales se reflejaban a su parecer en los espejos que aparecían últimamente por todos sitios. Su mujer animaba lo mismo que una ventana a la pared de enfrente, pero mantenía el ímpetu que la llevaba a currar horas extras y aún así conservarse inmortal como una quinceañera a cualquier hora.
Una vez los operarios colocaron el nuevo sofá en el salón comedor, Carlos cayó en cuenta de su incomodidad. Prefirió no decir nada y acostumbrarse mientras deleitaba cualquier necedad en televisión y en medio de los comerciales visitaba las tierras de Jauja que habitaban en la nevera.
Ana no dijo ni encontró contrariedades, a pesar de lo mal que encajaba con el resto de mobiliario y lo fondón que él quedaba reclinado cual bacanal romana sobre el mismo. Quizás absorto en las preguntas que el rechazo social le obligaban a hacerse, las siguientes semanas mantuvieron un silencio demasiado profundo para una vida conyugal aún sin descendencia a los que hacer culpables de la mediocridad de los actos propios. Empezaron a verse más ruidosos los ronquidos, más desagradables los pelos en la ducha, los geles abiertos, las series sugeridas por el contrario eran basura televisiva…Sin lugar a dudas era una crisis de los cuarenta pero en la treintena, agravada por la sensación de envejecimiento prematuro del postrado Carlos, ameba teleadicta recostada en su sofá salmón.