La añoranza se encaramaba al otro lado
de mis abismos obsoletos.
Hablaba sola, y siempre me superaba por una
copa o dos universos de ventaja.
Caía sorda en las estridencias
a posteriori, pero con resaca barría los te quiero,
abandonada a la vergüenza parásita. No sé
cuándo entabló conversación, cuándo hipnotizó
mis sueños, cuando me obligó a hilvanar
las afrentas que manejaban mi yo, marioneta
rota enjabonada en charcos de nubes sumisas.
El infierno me dio voz cabizbaja y azucarada,
en busca de tu voz. La añoranza entre bambalinas,
sutil como la mala leche, me obligaba a la sonrisa
que paría rosas de espinas agridulces. Gritamos;
el silencio nos sepultó…